AGUARDANDO

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miércoles, 14 de enero de 2009

el cuento que nunca escribí


EL CUENTO QUE NUNCA ESCRIBÍ


La música estaba ahí entre la algarabía del inmenso solar despoblado, apenas perceptible entre la multitud de voces y susurros, gritos y risas y estupideces de ambos sexos.
Las copas, los vasos altos y los pequeños, los cubiletes, los chupitos, las jarras y las vasijas y todo tipo de recipiente de cristal, barro y cerámica, se daban cita a altas horas de la madrugada en aquél lugar contaminado de restos orgánicos, vísceras, asaduras, entrañas, tripa y menudillo esparcidos descuidadamente por el suelo sucio de barro y carbonilla por el incesante paso de trenes por las vías cercanas. Los restos de todas las bebidas y alimentos derramados, de todos los sudores vertidos durante la jornada, se incorporaban continuamente al arrimo de la música que desde lejos era perceptible, aunque en la proximidad dejaba de oírse por completo.
Unos eran poetas, otros pintores o músicos, algunos sólo pobres y simples hombres de negocio con oficinas en las torres altas y cercanas, que se acercaban al oír los choques alegres y festivos de tantos cristales amistosos y bellamente sonoros, y que no tardaban en quedar absolutamente cristalizados por el impacto alucinante de la alegre comparsa.
Los canapés y los bocaditos de grato sabor, los panecillos y las empanadillas coqueteaban descarados unos con otros antes de ser devorados por los feroces apetitos de los mendigos que no faltaban al ágape y mostraban un hambre endemoniado. Iban disfrazados de pobres pero en realidad eran altos mandos militares que portaban en sus pecheras insignias de muchas estrellas.
Pero allí todos eran iguales. No había diferencia entre el rango y lo humilde porque al final todos terminaban siendo la misma basura.
La noche tocó a su fin con un último choque de brindis sonoro, que era el toque de atención acordado para que cada mochuelo volviera a su nido. El anfitrión se quedó solo por fin. La calle estaba vacía, pero lejana, aunque aún se podía ver el brillo de las luces en los charcos de agua formados por las últimas lluvias.
Algunos ceniceros de cristal, tan borrachos que no podían mantenerse de pie, chocaban al alejarse unos contra otros, haciendo coro con la música que ahora sí podía escucharse con toda nitidez. El anfitrión, un personaje hermoso de cristal de bohemia, un jarrón impresionante y antiquísimo, de valor incalculable, mimado y mantenido entre algodones, pero que de vez en cuando gustaba de darse una juerga, terminó de recoger con sus propios utensilios de limpieza los restos desordenados y caóticos de aquéllos pobres seres que no sabían ser bebidos y comidos según las reglas inversas de la cristalería.
Tampoco sus invitados habían sido muy finos. Restos de orejas mal mordisqueadas, dedos femeninos a medio consumir, un hermoso canapé de hígado bien alimentado tirado de cualquier forma, despreciado sin tener en cuenta su alto valor monetario y energético…
-La próxima vez que los invite van a tener que traer bolsas para su basura o no respondo de mis actos-,
Se escuchó decir a sí mismo mientras terminaba de recoger la última paletada de restos de excelentes criadillas de banqueros, envueltos en finísimas capas de exquisito caviar de focas de invernadero. Sus distinguidas esposas.

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