AGUARDANDO

Comenzaré a archivar las dudas, por si acaso...

lunes, 19 de enero de 2009

¿Cómo decirlo sin que me duela el alma?

¿Cómo decirlo, cómo contarlo aunque sea a la simpleza blanca de un papel, sin sentir vergüenza, sonrojo, hasta un cierto bochorno por lo que me corresponde de culpa?
Me sentí tan turbada, me dio tanta pena, lamenté tanto pertenecer a aquél género, humano, femenino, de mujer adulta, que es al mismo tiempo hija y madre, como lo serían ellas en su mayoría… No pude soportarlo y salí, me fui huyendo de las bravatas de aquéllas mujeres tan modernas, tan guapas y bien vestidas, tan finas y elegantes, tan de este tiempo, tan… tan hijas de puta.
No debí hacerlo, lo comprendí más tarde. Mi deber era el de haber permanecido allí y plantarles cara, afearles sus palabras, discutir si hubiese sido necesario, imponer mis puntos de vista, defender mis opiniones; pero callé, agaché la cabeza y me fui. Lo último que me esperaba hacer en esta vida. Dar la callada por respuesta, dejarles el campo libre a las acomodadas y bellacas señoras de sus señores feudales que les acarrean dinero a cambio de sumisión, silencio y alguna que otra mamada.
Será que estoy perdiendo facultades. Será la edad que impide razonar con velocidad, tomar iniciativas con más tiempo; serán mis problemas cardiovasculares que me aconsejan que me aparte del conflicto, que eluda el compromiso. Será… no, no será nada de eso. Nada ni nadie me ha dicho que agache la cabeza, que me esconda y que calle. Salí porque me sentí cobarde, porque no me vi capaz de enfrentarme a las gallas a las que les habían crecido venas como tuberías en los cuellos grasosos, que chillaban como murciélagos asustados elevando unas voces iracundas desposeídas de todo razonamiento.
Me avergoncé de parecerme a ellas al menos en lo físico, en la condición femenina, en el género que compartimos. En aquéllos momentos me hubiese gustado ser otra cosa nada parecido a ellas. Estar en otro lugar, rodeada de otras mierdas, oyendo otros graznidos. Pero nada que tuviera que ver con mi condición de mujer en mitad de aquélla fiesta a la que nadie me había invitado.
Pero estaba allí. Y me fui cuando vi de qué forma se insultaba, con qué velocidad y frialdad brotaban palabras injuriosas y llenas de veneno, salpicando de saliva las caras de las otras que aplaudían con las pestañas el discurso encendido de aquélla visionaria y patética muchacha que no debería tener más de treinta años, pero que en mentalidad parecía ser la madre de su abuela.
Cuando entré en aquélla tienda ya noté algo raro en el ambiente, como si los ánimos caldeados inyectaran en el aire su pócima anti balsámica que produce picores y extraños escalofrío. No tardé en percatarme de ello pero sin enterarme de qué hablaban, qué se cocía, en que harinas estaba metido el personal. Yo sólo iba a comprar pan, que me despacharan pronto, que más pronto me iría yo. Pero la señora que atendía a la clientela estaba también inmersa en la explicación acalorada que daba la joven mitinera, y me mantuvo ignorada el tiempo suficiente para que yo y cualquiera que entrase además de mí, pudiera enterarse del interesante discurso que daba aquélla pobre aprendiz de abogada del diablo.
La primera frase que capta mi atención es como una bofetada que en principio, ya me ha dejado sin aliento:
-¡¡Tanto con que matan, que matan!!, ¿A quién matan, a quién?
Comencé a temer lo peor. El gesto de la chica, la cara encendida, los brazos al aire reclamando audiencia, su declamación llena de ardor y su vehemencia al mirar a las otras que la escuchaban atentamente y satisfechas, asimilando sus palabras, asintiendo con energía y aprobando por sistema cada una de sus palabras, me daba la clave de lo que estaba poniendo sobre el aire de la pequeña tahona.
-¡Por que tanto que dicen que matan! ¿A quién matan, a quién? –insistía alzando la voz, colérica, cada vez más excitada.
-¿Sabéis a quien matan? ¿Leéis los periódicos? ¡!!Pues yo sí¡¡¡ MATAN A CUATRO PUTAS DEL ESTE, A CUATRO MALDITAS COLOMBIANAS, A UNAS CUANTAS SINVERGUENZAS CUBANAS¡¡¡ A ESAS MATAN…¡¡¡
Me horroricé. Lo temía. Las otras estaban a punto de aplaudir, asentían con la cara arriba y abajo, imitaban sus movimientos, gesticulaban como adentrándose en el vientre de la gran ballena para formalizar el rito de la comunión de las opiniones valientes que se comparten, que se divulgan sin temor. Y en una de estas, la mujer oradora, la panfletaria rubia mantenida y tal vez acosada y maltratada –que no lo quiera Dios ni para ella-, me mira retadora metiéndome la cara debajo de mi frente, para que yo le diga lo que quiere oír.
Yo debía estar baja de defensas o medio dormida aún o el resfriado que me atontó lo indecible. Yo debía estar absolutamente zombi, porque mi forma de actuar no es darme la vuelta, eludir, evadir, escapar. No, nunca lo he hecho. Y hoy, esta mañana, en una pobre tienda de barrio, en medio de cuatro o cinco mujeres como fieras escondí la cabeza debajo del ala, di media vuelta y salí, huí como una gallina acorralada y asustada. Y allí se quedaron ellas.
Yo pude haberles dicho muchas cosas. Por ejemplo, ¿sabéis a quienes matan los hombres? Matan a las mujeres. Ni putas, ni sinvergüenzas ni del este ni cubanas. Nos matan. Nos matan a ti y a mí, nos matarían a todas si les diera la gana. ¿Sabéis cuántas mujeres han muerto este año que ha terminado? No, seguramente no lo saben. Eran mujeres. Más que mujeres. Eran personas que estaban defendiendo una libertad, una expresión y una forma de vida que le querían arrebatar hombres como sus maridos y como el mío, pero violentos, asesinos, cobardes.
Pude haberles dicho muchas cosas, pero me callé, me di media vuelta, agaché la cabeza y salí de la tienda, avergonzada. Aún lo estoy. Por ellas y por mí y por todas las mujeres que han terminado muertas y por todas las que van a seguir muriendo.
Y encima, con lo que está lloviendo, sabrá Dios cuando va a dejar de crecer tanta hierba mala.

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