AGUARDANDO

Comenzaré a archivar las dudas, por si acaso...

lunes, 19 de enero de 2009

Los cuentos

La mujer del retrato.-

Dicen que era guapa, que tenía unos hermosos ojos de color del fuego cuando ya no son llamas sino ascuas, rescoldos cenicientos, y del mismo modo quemaban sin abrasar cuando miraban, dejando el círculo marcado en las pupilas que osaban mantenerle la mirada.
Cuentan que, aunque muchos la conocieron nunca nadie pudo decir cómo era realmente. Y era cierto que vestía su complicada y escultural figura con una capa de estudiada indiferencia que igual en unos provocaba perturbación y en otros un desorden emocional de difícil diagnostico. En otras ocasiones, sin embargo, su aparente desenvoltura y desparpajo llenaba a todos de una contagiosa incredulidad. Y todos se preguntaban cómo era posible efectuar un cambio tan radical y drástico; aparecer un día con el rostro marcado por una contundente saciedad de todos los apetitos, con la distraída inapetencia que proporciona la abulia y el desprecio a todos, y otros, al contrario, con el afán y el asombro marcados en la mirada, con una especie de amor cercano a la ternura reflejado con asombro en todos los actos.
Realmente aquélla mujer era un misterio, pero sobre todo lo era para Claudio, que desde que la vio por primera vez sentada indolente en aquélla cafetería del barrio en el que vivía, no había sido capaz de desprenderse de su imagen y su recuerdo. Volvió al mismo lugar cada día a distintas horas, se paseó por los lugares cercanos y de otras categorías comerciales; visitó tiendas y parques y entró en los cines y en las discotecas, aunque no creía que ella fuese una mujer de aquél ambiente. Por su obsesión llegó a entrar en la iglesia pensando, lleno de esperanza, que aquélla imagen que recordaba, desafiante y fría, pero hermosa y espléndida dentro una belleza exuberante, fuese también y al mismo tiempo una fiel creyente devota de Dios, o simplemente alguien puramente necesitado de la paz reconfortante que ofrece el silencio, la sobriedad y el delicado perfume de las velas encendidas en el interior de las iglesias.
Cuando al final la encontró no pudo dar crédito a lo que veía. Era aquélla mujer, la misma a la que había estado buscando, con la que había soñado y en la que había desgastado horas interminables, días y noches completas volcadas en su búsqueda, en su impaciente y terca indagación. Y ahora la veía allí, sin duda era ella, imposible sustituir su imagen por otra parecida, imposible confundirla y absolutamente inadmisible y absurdo suponer que aquélla sensación de lejanía que imprimía a su mirada y a su pose indolente, hubiese podido ser sustituida de forma tan vehemente y sustancial por obra y gracia de una decisión enérgica y atropellada.
No supo cómo fue capaz de abordarla. Tal vez por esa misma presencia flexible y dúctil que invitaba a la cercanía, al saludo espontáneo.
--Perdón, no… no quiero que se ofenda… no estoy queriendo molestarla… Es que, verá…
Tartamudeaba como un idiota. Mirándola desde tan cerca su belleza abrumaba aún más, y la seguridad que imprimía a sus movimientos y su expresión afable y su mirada diáfana eran más que desconcertantes teniéndola como referente de lejanía y respeto. Con el rostro absolutamente limpio, sin una sola gota de maquillaje, la profundidad de su mirada se hacía infinitamente dulce, sin la provocadora flema cargada de sensualidad del otro día.
Ella, tranquilizadora y observando su evidente perturbación, se adelantó a sus palabras.
--No se disculpe, hombre. Sé que no es un acosador…
¿Cómo podía saberlo? No, no era un acosador. Era un hombre que se sentía aturdido y a punto de entrar en un estado irascible y colérico por tener la seguridad de estar comportándose como un verdadero estúpido.
De cerca, sus ojos no eran del color del fuego quemado que tenían el otro día. Su aliento despedía el arrebatador aroma de la felicidad sin equívocos y todo lo que emanaba de su cuerpo, sus movimientos, sus gestos, su risa franca y perfecta, estaban lejos de ser los mismos de aquélla presencia extraña que lo cautivó sin remedio en la cafetería más frecuentada y cara de la calle del centro de la ciudad.
Él fue uno más de los hombres a los que la seductora presencia de la mujer había llevado al límite del desasosiego, inyectándole una quemazón en el cuerpo en el que ninguno de sus desvelos y cuidados por mantenerse al margen de las posibles reincidencias amatorias, había dado resultado.
Después, para vivir, para seguir manteniendo el mismo equilibrio emocional, para seguir asistiendo como un fantasma al combate entre los sentidos, para seguir aferrado a la cordura que necesitaba para mantenerse en el aturdimiento, navegando entre los conflictos del bien y del mal sin renunciar a ninguno de los dos, necesitó de dosis extraordinarias de determinación que anulaban la duda, el temor y el prejuicio.
Ella, en cambio, no era vacilación ni escrúpulo ni dilema. Era la alternativa a lo mediocre, la fuerza que anula por sí sola cualquier escepticismo, la precisión que elimina el titubeo, y la belleza, ¡Dios!, esa belleza que atonta los sentidos y que después se convierte en ternura como si al sólo chasquido de un dedo fuese posible cambiar las coordenadas por las que rige la estructura de su elemental cerebro.
Era una mujer sin pasado. Y lo que era peor y más desconcertante, vivía ajena al presente y olvidada por completo de la palabra futuro o mañana. Ya no recuerda en qué ciudad se encuentra y para saber dónde ha de dirigir sus pasos mira cuidadosamente un librito pequeño que guarda en el bolso de pulcra apariencia. Y con él en la mano se dirige a cualquiera que se encuentra cercano y le enseña la agenda, vacía, sin lecturas posibles, sin iniciales, sin señas, sin retratos.
Cualquier desaprensivo se la lleva y mañana ya es otra, desfigurada, distinta, incomparable a nada. O bien la dirige hasta las dependencias de las autoridades que le buscan cobijo y le otorgan un nombre y le dan apariencia. Y mañana ya es otra diferente. Se viste con sus ropas, calza sus altos zapatos encima de las medias, se dirige al bar más cercano, pide café, tabaco y fuego y mira a la distancia vestida con la ropa de la indiferencia.
No pide nada más, pero los ojos de todos los presentes la colman de regalos y atenciones, de avaricia sin cuento, de fábulas sin nombre. Y alguien, de entre todos, la buscará mañana y al otro día y al día siguiente; la buscará sin tino y desasosegado, sin darse cuenta de que el interés que lo guía carece de sentido; como un enajenado rastreará su aroma o lo que guardó de él en un ramalazo de su desvarío. Hasta que por fin la encuentra entre chiquillos del parque y entre madres confiadas, entre columpios, ruedas y toboganes por donde deja caer su ternura, su mirada de amor, su querencia de madre.
Claudio nunca supo en qué lugar de su fisonomía, de su escultural presencia alucinante, en qué ángulo de su mirada o en qué movimiento de sus distraídos gestos, ambiguos o estudiados al milímetro cuando sabía provocar el efecto deseado, radicó la insensata presencia que lo mantuvo inmerso en el estanque de las extravagancias, como una luna quieta en la estática superficie plateada, loco y perturbado por el amor de aquélla sombra que se escapó de su guarida mientras planeaba de qué forma darle alcance, cobijarla en sus redes, incitarla a la misma pasión que provocaba.

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