AGUARDANDO

Comenzaré a archivar las dudas, por si acaso...

viernes, 2 de enero de 2009

Hasta hace poco tiempo, que trabajaba en un bar de barrio sin grandes aspiraciones, recibía cada día la visita de un señor mayor, un anciano que me traía una flor y me la regalaba. Podía ser una margarita arrancada a tientas del pequeño y descuidado jardín municipal, o un pequeño capullo proyecto de flor mayor, a veces un simple jaramago con ilusiones de pertenecer a categorias superiores; pero siempre me traía algo entre las manos y yo lo agradecía, lo esperaba incluso cuando después de un cierto tiempo aquéllo llegó a convertirse en una costumbre para él y en una necesidad para mí. O viceversa, que más da.

Viceversa porque él se llevaba la alegría de uno o dos vinos gratis, dependiendo de la dosis de generosidad que nunca tenía algo que ver con la importancia de la flor, sino con mi misma prosaica ingratitud, y yo me satisfacía con la visita del viejo que, aunque fuese escudándose en una lisonja para obtener el premio de un vino gratis, me mostraba la necesidad que se sentía de mí. De alguna forma nos complaciámos mutuamente. Y eso me demostraba la necesidad que tenemos los unos de los otros por mucho que en ocasiones nos parapetemos detrás de una indiferencia lastimosa que hiere tanto a los demás como a nosotros mismos.

Después de algún tiempo apartada del trabajo y sin haber vuelto a saber qué habría sido de él, esta misma mañana he vuelto a encontrarlo en la calle, apoyado en su bastón, salpicando el suelo de migajas de pan a las que acudian voraces la palomas. He dudado un momento en detenerme junto a él y saludarlo, pero al final lo hice. Me miró desde la profundidad de unos ojos casi sin vida y me dedicó una sonrisa en la que se advertía el cuidado de no querer admitir la torpeza o el error de equivocarse, confundiéndome con alguien que no era. Le pregunté si quería tomar un
café y me respondió con una voz que apenas le salía de la garganta que prefería un vino. Y mientras caminamos uno al lado del otro acercándonos al bar, saltó con dificultad la pequeña valla de maderas ajadas que protegía un jardincillo y arrancó un flor, la primera que encontró más cercana al cercado de madera, y me la tendió con un gesto que nunca pensé que pudiese provocarme aquél ligero atisbo de añoranza.

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